Eternamente Alejandra…

Las estrellas están en el cielo, se miran en las noches y su especial brillo nos cautiva con una magia que perdura en nuestra mirada y corazón, para siempre. Ella nació estrella. Estrella que tiene sangre y vida, que tiene alma y voz.

En un instante mítico, ante el amparo infinito de su padre Enrique Guzmán y el profundo amor de su madre Silvia Pinal, el pulso de Gabriela Alejandra Guzmán Pinal, mitad estrella mitad humana, comenzó a latir. El tiempo, frente a los grandes sucesos es irrelevante y humanamente impreciso, pero para los que buscan fechas y días exactos y aún creen que la magnificencia es consecuencia de la casualidad, Alejandra Guzmán miró por primera vez la luz de este mundo el 9 de febrero de 1968.

Nació en la ciudad de México; en un año lleno de contrastes, luchas sociales y celebraciones humanas. Heredó la fuerza guerrera del suelo azteca, tierra en la que el llanto y la alegría tienen la misma esencia. Creció entre intensas luces, y debió ser Quetzalcóalt quien tejió finos vínculos entre el cielo, la tierra y ella.

Desde niña, con artísticos movimientos en zapatillas de ballet, liberó su anhelo de bailar dibujando la música. La necesidad de expresión la llevó a crear apasionados instantes y sin más testigos que la imaginación y la defensa por de ser ella misma, preparó lo que poco a poco, convertiría en su propia misión.

En la penúltima década del año 2000, la actuación llegó a su vida. Con algunos capítulos en novelas y programas televisados como Tiempo de amar, Cuando los hijos se van, Papá soltero y Mujer casos de la vida real, Alejandra Guzmán buscaba un espacio en el espectacular mundo del arte. En la obra teatral protagonizada por su madre, Mame, se encontró por vez primera frente a un ofensivo público que, definitivamente no olvidaría fácilmente el origen de sus apellidos.

El camino no fue fácil. Asociada al brillo de sus padres, la joven que soñaba con ser cantante tuvo que emprender inesperadas batallas. La crítica lejos de creer en ella, la vinculada injusta y anticipadamente con una frágil presencia de cuestionable talento. La búsqueda del éxito se desvanecía entre aquellos que simplemente no le daban ninguna esperanza y los que le exigían ser una figura que no era su esencia.  Alejandra estaba obligada a demostrar que entre sus venas corría sangre de artista y que, independientemente de su estirpe, había nacido estrella.

Con el ímpetu de vivir y la violenta decisión de ser ella misma, la niña que jugaba a ser artista se detuvo frente a un exigente público y una implacable prensa que no perdonaría su origen. Sin más armas que su voz como fuego y su imponente presencia como escudo, en octubre de 1988 Alejandra Guzmán dejó salir el eco de su garganta y corazón. La historia comenzaba.

De diabólica energía e insospechada entrega, la cantante se deslindaba poco a poco de las cadenas de sus apellidos para caminar con absoluta libertad. A principios de los noventa la certidumbre de una profecía anunciaba su cumplimiento. Cientos, quizá miles de espectadores la vieron. Bastaron sólo dos años para que nadie quedara inmóvil ante su atrevida rebelión. Como un afiche de algún ser supremo, Alejandra Guzmán disipó dudas, derrotó críticas y encendió corazones.

El equilibrio musical del año 90 fue trastornado por la fuerte sensación de movimiento que provocó Eternamente Bella. El título no sólo daba nombre a uno de los discos más importantes de la música en español de nuestra época, sino a una mujer que había transformado la ilusión por una artística realidad.

Alejandra invadió espacios televisivos, estaciones de radio, prensa escrita e incluso, llegó al cine. Verano Peligroso nos permitió descubrir que seguía siendo inmensa, aún en grandes pantallas.

En junio de 1991, en uno acto heroico, la ya consolidada interprete enfrentaba una nueva batalla. Señalada por miradas puritanas de la época, juicios inflexibles y conservadoras ideas, La Eternamente Bella iniciaba una lucha contra la tentación de asegurar un futuro hedonista y prometedor. Abandonó el éxito y la fama a cambio de una increíble y amorosa abnegación. ¿La razón? Uno de los actos más sublimes de los seres humanos: ser causa de vida. Frida Sofia desde hace más de 20 años tiene la mirada, fortaleza y sangre de Alejandra Guzmán.

A mediados de los noventa con la inmanente responsabilidad de superar el éxito pasado y la exigencia de atenuar cada vez más su ancestral origen, la cantante regresaba a un espacio que sólo sería destinado a las luces que pudieran derrotar la irreprimible oscuridad del olvido y el tiempo. Ella volvió al público que estoicamente la esperaba, al público que incondicionalmente la ha amado desde siempre.

La llamaban Eternamente Bella, la Reina de Corazones y frente al desconcierto de algunos, reapareció como la Mala Hierba. Fiel a ella misma, continúo con su irreverente, temperamental e impredecible temple, pero algo había cambiado. Alejandra no ocultaba  el reflejo de una delicada y maternal sensibilidad que la hacía aún más grande, más artista, más humana; mujer de divina y endemoniada esencia.

Volvió al teatro musical, como en sus inicios, al lado de su madre, sólo que en esta ocasión ambas estrellas brillaban con una impronta, definida e inconfundible luz. Gypsy más que un clásico musical, parecía revelar confidencias ente madre e hija.

En el 2002, en medio de la euforia de la Copa del Mundo, La Guzmán cantó con un especial entusiasmo el sencillo Dame futbol del disco de colección Vive el Mundial y por vez primera, a través de su potente y singular voz, se unía a la gran fiesta del deporte y pasión en nuestro país.

Meses después, en el 2003, Alejandra Guzmán y Enrique Guzmán desafiaron las leyes de la física y lograron fundir en un mismo espacio dos tiempos distintos. El amor se alternaba entre el orgullo y el asombro de ambos artistas. La mirada de Enrique parecía descubrir a una infinita e intacta continuidad de él. La misma energía, la misma entrega, la misma pasión se escondían en una diáfana presencia que en cuerpo de mujer, era como el padre. La mirada de Alejandra; un lenguaje de fe: “mírame, papá, puedo ser eterna, como tú”, Ella bailó y cantó provocando la incalculable admiración del padre y el aplauso incesante del público. Él, triunfador constante de escenarios, confirmó su grandeza. No hubo más dudas. Nadie nunca más volvió siquiera a insinuar que el éxito de la cantante fuera razón única de cuna. Padre e hija, con talento propio e indiscutible, en un soberbio espectáculo iluminaron la noche.

Contratos, comerciales, premios, presentaciones y el éxito constante rodearon a la artista. A punto de acabar la primera década del segundo milenio; caminaba peligrosamente entre excesos y riesgos. Su invencible orgullo la hacía desafiar destinos, la sed de eternidad era su aliada, su paso avasallador suspendía alientos, hasta que, en medio de una evidente invulnerabilidad, llegó la enfermedad.

La vida le mostraba una inusitada fragilidad. En la oscuridad de la noche debió cantar, cantar hasta el punto de conmover a algún Dios. Un Dios que no contento con la terrenal realidad, la habría protegido. Y así, con una reveladora fuerza y entereza, Alejandra Guzmán derrotó al cáncer, resistió más de 20 operaciones por delicadas infecciones, soportó problemas de cadera, de rodilla y en medio de camas, hospitales, radiografías, intervenciones médicas, inyecciones y medicinas, no dejó de cantar, de grabar discos de invadir escenarios y cautivar a hombres y dioses.

Una celebración por los primeros XX años de carrera comenzaba. Un disco en vivo con el grupo mexicano Moderatto sería una auténtica celebración. La gira inició y en medio del éxito y la ovación, los problemas de salud alejaron nuevamente a la artista de su público.

Con una sobrehumana valentía y cadera de titanio, ella se levantó, cargó con la preocupación de sus seguidores y fanáticos, bailó, cantó e inmersa en el dolor; sonrió. Alejandra nunca decepcionó a nadie. Hoy, no sólo es una de las artistas más importantes de México, sino un verdadero ejemplo de vida.

En el 2013 después de una larga recuperación, Alejandra decidió grabar uno de los discos más importantes y exitosos de su carrera. Como un tributo a la vida, sus fieles seguidores en Primera Fila y ella, sin lesión ni daño, volvieron a reunirse. Entre gratitud, aplausos que no terminarán jamás y la categórica admiración y amor de su público, la artista, una vez más, regresó. Con una supremacía ajena a este mundo, caminaba entre eufóricos gritos, su voz grave sincronizó corazones, sus elegantes y energéticos movimientos dignos de maestría y altivez rompieron la quietud del espacio, era ella. Había regresado del sufrimiento y el dolor como una figura que de tanta suficiencia empezaba a ser celestial. El mismo tiempo se arrodillo a sus pies. Era la misma, la misma Eternamente Bella de siempre, Alejandra Guzmán no estaba rota, ni siquiera doblada.

Hace poco la vi y tuve la sensación de estar ante un alma intacta, un alma que no es de este mundo.  A casi 30 años de carrera, sé que algún aire etéreo ha rozado su presencia con un fehaciente mensaje: Las estrellas son eternas porque ni el tiempo las rompe.

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